2 abr 2011

La pifiada

El que se pichó dijo la pelota es mía y se proponía mandarse mudar, con ésta en las manos, cuando vio que los otros habían empezado a patear la botella de plástico de una gaseosa que él mismo había bebido previamente.

Se detuvo entonces y reclamó esa botella también es mía, la compré yo.

Pero enseguida alguien cabeceó una pelota imaginaria y provocó el disparo de los reflejos del arquero, que pegó un salto desviando apenas la idea de un balón envenenado que daba de chiripa contra el palo de pvc del arco encastrable que, asimismo, resultó ser propiedad del pichado, quien lo desarmó al instante, pichadísimo.

El guardametas, todavía en el piso, se descalzó y puso sus zapatos en ambos extremos de la portería. Su contraparte hizo lo mismo, por lo que el partido siguó con normalidad ante la mirada estupefacta de quien se había pichado con anterioridad y ahora lo estaba aún más.

Éste es mi patio, gritó, váyanse. Soltó a los perros que salieron corriendo para encontrar el campo vacío y, tras las rejas, la calle empedrada llena de pibes con las miradas en picada disputando un pedazo de aire con los pies.

Él también salió a la calle y, soberbio, alzó la voz para que todos lo escucharan: ah, claro, el que se picha pierde gua'u.

Inmediatamente a alguien se le ocurrió tirarle un centro y él, que no esperaba nada, sin embargo sintió el golpe en el pecho, el sonido de la pelota cuando rebotó frente a él, pero sobre todo, en sus tripas, la urgencia de patear la nada, cosa que primero le sorprendió y finalmente hizo, esperando a que el arquero reaccionara. Pero éste continuó sin moverse. Los demás no, que ya corrían en su dirección para quitarle algo que él, sencillamente, era incapaz de ver.