27 nov 2010

Fobia

Cuando era pequeño su madre le había echado al suelo de cabeza. Al hacerse un poco mayor, ella se excusó diciéndole que se le había resbalado. De modo que, años después, él se encontró incapaz de no comprar todo lo que pudiera venir con mango antideslizante: el cepillo, el desodorante roll-on, la afeitadora y cualquier otra extensión de su esqueleto que él imaginara pudiera escaparse entre sus dedos y ocasionar daños permanentes. Lo cierto es que no tenía problema alguno en encontrar infinidad de artefactos que cumplieran este requisito, ya que al parecer era tendencia en los productos dirigidos al consumidor masculino. Qué era en realidad eso que tanto temían los perros, si juzgara uno por los pasillos del supermercado.

Eventualmente fue y le aplicó, quirúrgicamente, incrustaciones en la espalda a su novia, haciéndose evidente que su temor a que se le resbalaran las cosas se le había ido de las manos. Ésta fue la razón por la que su madre se sintió obligada a confesar.

19 nov 2010

Fanatismo

El fotógrafo ciego tenía un discurso muy interesante sobre la percepción no visual, tanto que se ganó muchos adeptos. Varios de ellos deseaban posar para su cámara y, aunque no siempre lo lograban, se lanzaban como acróbatas para salir en algún súbito encuadre. El fotógrafo ciego se hizo famoso por, según anunciaba la crítica, sus retratos táctiles: las caídas eran, a todas luces, muy dolorosas.

13 nov 2010

Antropología

Érase Hansel y una Gretel vez, a punto de extraviarse irremediablemente. Hansel propuso ir dejando semillas –el pan ya se lo había comido él a escondidas- de modo que señalaran el trayecto para poder volver sobre sus pasos cuando fuera necesario. Así que lo recorrieron alegremente, daban saltitos, volviéndose un par de veces a admirar la ruta de semillas marcada por su ingenio.

Una última vez miraron hacia atrás: de las semillas había crecido una selva tropical impenetrable. No encontraron ni a la bruja, siguen ahí.

Antropólogos estudian su descendencia.

(en Que de mi piel un robot haga origami. Ediciones de la Ura. 2008)

10 nov 2010

Negocio

A la madre del niño se le cae el cabello de los nervios. El niño lo recoge con paciencia. Con tijeras, papel e hilo arma bolsitas y, sobre su vereda, vende el té helado. A las otras mamás del barrio se les cae el cabello de los nervios, que él compra de los demás niños. Pronto inaugura sucursal en el barrio de a lado. Ponele nerviosa a tu mamá que es negocio, les dice a todos en la escuela.

8 nov 2010

Fui gusano

Con una idea fija salgo por la puerta, le arrebato la ballesta a Guillermo Tell, acierto el árbol o al niño, pero acaramelo la manzana. Instalo un puesto de venta en el mercado, le robo la manzana al primer cliente con quien la comercio. Enseguida, envuelvo la manzana a manera de regalo con las primeras páginas del Génesis, asisto al cumpleaños de una bruja, su presente es la manzana. Ella la envenena, me disfrazo de Bella Durmiente, me devuelve la manzana, la guardo en la heladera, duermo una siesta y, cuando el príncipe me besa, arengo a mis amigos de más corta estatura para que lo apaleen por acosador. Mientras, salgo sigilosamente con la fruta y, ya solo, la diseco: la manzana es el mundo.

(en Que de mi piel un robot haga origami. Ediciones de la Ura. 2008

4 nov 2010

Conejos, cojones y cojines

El conejo si no coge se apendeja, sólo se aconeja al llevar una vida sexual saludable, de agujero en agujero. Por eso, cuando Pompón se ve privado de coneja alguna, encuentra en la pantorrilla de Rodolfo a su gran amor, siempre y cuando éste lleve puestos los pantalones: se sabe que la desnudez a secas no seduce a nadie. Pero Pompón no es correspondido, según se deduce de la desganada patada que le da el hombre sentado en su cojín, por lo que, despechado, el animal muerde a Rodolfo, quien a su vez muerde a Pompón, pero a la hora de la cena. Misma reunión de la gula con el amor que sustenta, por citar otro caso, la leyenda de Drácula.

(de Que de mi piel un robot haga origami. Ediciones de la Ura. 2008)

3 nov 2010

Las 1001 confesiones

El avión pasa y pasa. Alguien dijo que había empezado la guerra pero, con excepción de un par de pistolas descompuestas, en el pueblo nadie tiene armas. Menos aún alguna capaz de derribarlo. Sólo lo oímos pasar, luego alzamos los ojos y, a pesar de la hiriente luz del sol, lo vemos pasar de nuevo. De ida y de vuelta, qué demonios estarán haciendo sus tripulantes. Luego, por fin, arrojan algo. El cielo se vuelve colorinche. Son papeles impresos, propaganda enemiga, en varios colores. Al parecer cada color es una página distinta, el capítulo de una historia, seguramente mentira, que el enemigo quiere hacernos tragar. Todos nos ponemos a leerla con desgana, pero es interesantísima, tiene suspenso, traición, romance, qué sé yo, el kit completo. Pero, y he aquí la cuestión, no acaba, nos deja colgados en el momento de mayor intriga.

Los niños se ponen a buscar entre la maleza como locos, en algún lado debe haber caído el desenlace.

Nada.

El día siguiente pasa lentamente, mientras esperamos con ansias que el avión enemigo regrese. No es sino hasta el tercer día que alguien ve un lejano punto en el horizonte y comienza a gritar: el final, el final. Todos salimos con la boca abierta hacia el cielo como si volviera la lluvia luego de una terrible sequía.

El ser humano es incapaz de digerir celulosa, se burlan tres o cuatro viejas locas, paraguas en mano. Algo saben. Nosotros no, claro, por eso cuando empiezan a caer los papeles de colores empezamos a saltar, incluso mucho antes de que estén a nuestro alcance. Es como un baile, caen confites, alegría total. Ahora bien, las hojas carecen por completo de contenido, están en blanco, bueno, no en blanco, sino en amarillo, azul, rojo, etcétera, pero vacías. Hijos de puta, le gritamos muy patrióticamente al enemigo. Nos dejaron con las ganas. Las tres o cuatros viejas repiten su advertencia mientras se alejan por la calle principal. Es lo último que dicen sobre el tema. Y no es que la gente piense en comerse los papeles; sin embargo, todo aquél que tiene edad suficiente se alista en el ejército.

Casi toda la tropa ha venido por la misma razón, aunque nadie lo diga en voz alta. Ocultamos las ganas mediante un furioso nacionalismo. Y la guerra, como siempre, es negra, pero en nuestros ojos brilla una lluvia multicolor. De modo que, con semejante espíritu, apenas dos años después entramos en la capital enemiga.

Pero allí nadie parece saber nada de una historia sin final o algo por el estilo.

Nos toman el pelo o qué.

Mediante las más horrorosas torturas logramos estirarles la lengua. Ahora bien, cada confesión que arrancamos es un final distinto. El problema es que no sabemos cuál es el verdadero, todos son geniales.

2 nov 2010

4 bestias

Una vez apareció un perro con un cuerno en la frente. Dijo: soy un unicornio. Nadie lo quiso adoptar. Sin casa, vagó por el mercado. Los gatos se reían. Los perros se alejaban de él. Entonces dijo: soy un perro. Una niña lo tomó en brazos y lo condujo sin escalas al país de los unicornios.

Otra vez apareció un caballo con un cuerno en la frente. Dijo: soy un unicornio. La televisión vino y lo filmó. Ganó mucho dinero. Entonces, cuando se hubo satisfecho, dijo: soy un caballo feliz. Acto seguido se tropezó y se rompió la pata. Como se acostumbra con estos animales, lo ejecutaron.

La penúltima vez que pasó esto apareció un hombre con un cuerno en la frente. Dijo: soy un unicornio. La gente le lanzó piedras a su esposa por adulterio. La iglesia lo excomulgó y alegó monstruosidad. La mayoría de sus amigos lo abandonó diciendo: nos importa un cuerno. Los médicos lo examinaron y no pudieron extirpar la extensión ósea. Intentó asesinar a otro hombre con el asta. Entonces se puso a andar de cuatro y relinchó: discúlpenme, soy sólo un hombre. Los periódicos amarillistas titularon: ser mitológico ataca a ser humano, el fi n se acerca.

La última vez una niña apareció con un cuerno en la frente. Se puso un sombrero bastante grande que lo cubría. Luego dijo: soy un unicornio. Las demás niñas dijeron lo mismo y se pusieron a jugar pretendiendo ser unicornios.

(en Que de mi piel un robot haga origami. Ediciones de la Ura. 2008 / Revista de cuento latinoamericano Mil Mamuts. 2005)

1 nov 2010

La risa de los puentes

Yo era rígido y frío, yo era un puente y estaba tendido sobre un barranco. Boca arriba, veía las nubes pasar y dibujar caricaturas, pésimos chistes, aunque de todas formas no podía evitar reír, pero eso más bien se debía a que los viajeros, al cruzar, me hacían cosquillas con sus pies. Entonces el teléfono empezó a sonar. Si yo iba y lo atendía, los que me atravesaban en ese momento caerían y, en el fondo, los recibiría un río bravo y hambriento; no que otra cosa hubiese sido menos peor, claro. Luego del sexto timbre, la máquina contestadora inició la grabación. Era el río. Sabía que yo estaba ahí.

-Te estoy viendo ahí arriba- gritaba- atendeme el puto teléfono.

¿Pero qué podía hacer yo? Las nubes no me daban consejo alguno, seguían haciendo su show, malísimo, conmigo como espectador cautivo.

-Bueno, por lo menos date vuelta que te quiero mostrar algo- dijo el río.

Yo, que era un curioso sin remedio, no lo pensé ni un segundo y giré sobre mí mismo, sólo para darme cuenta del enorme error que había cometido, mientras veía que los viajeros caían a una muerte segura. Sin embargo, para mi sorpresa, no me miraban a mí, con recriminación, sino a las payasadas que realizaban las nubes: se cagaban de risa.

-¿Ves?- continuó el río- No es que las nubes no sean buenas en lo que hacen, sino que, simplemente, vos sos rígido y frío, un triste puente tendido sobre un barranco, sin sentido del humor.

Sonó un click e, inmediatamente, splash.